Por aquella época yo ni siquiera sabía que existía una cosa que se llamaba wet wading, y tampoco estaba demasiado preocupado por las garrapatas, pero sí estaba muy preocupado porque se me estropease el vadeador, ya que me podía llevar meses juntar el dinero para un vadeador nuevo.
Es lo que tiene ser estudiante, que tiempo libre mucho, pero dinero poco.
Así que vistas las circunstancias pescaba todo el verano en bañador y en sandalias de goma. No era el único. Un primo algo mayor que yo también lo hacía y más amigos del pueblo lo hacían así también. Todos jóvenes y todos sin dinero. Esa época en la que para ir a pescar tienes que ir en la bicicleta, caminando, en la Derbi FDS, la Mobylette Campera o, con suerte, si ya tienes el carnet, cuando te dejen el coche tus padres.
A mí las motos no me han gustado nunca, así que o iba caminando al río de al lado de casa o aprovechaba cuando me dejaban el coche mis padres, que afortunadamente era a menudo.
Y la zona a la que más me gustaba ir a pescar cuando estaba en el pueblo era a los pequeños ríos de los Oscos: Agüeira, Vilanova, Ahío... Incluso a alguno que no sé ni el nombre, porque eran arroyos diminutos de apenas un metro o dos de ancho donde podías posar la mosca en un par de sitios cada cuarto de hora de pesca.
Durante años pesqué muchas veces uno de esos arroyos, cerca del castro de Bousoño, cerca de la sierra que marca la frontera entre el valle del Río Navia a un lado y la zona de Los Oscos al otro lado. Pasaron años antes de que supiese que tenía nombre, y no estoy muy seguro de que este nombre sea el correcto, ya que aunque es el que aparece en algunos mapas, nunca escuché a ningún lugareño referirse a este pequeño riachuelo como Arroyo de la Bobia. Como mucho el que baja de la Bobia, sin más. Algunos también le llamaban el Río de Soutelo.
Y como ya he contado en otras ocasiones, hablando de estos ríos, tenían de bueno que estaban llenos de truchas y la soledad de pescar absolutamente alejado del mundo, y tenían de malo que las zonas de acceso eran muy escasas. A veces solo tenías un punto de entrada y otro punto de salida. En este caso era así. El punto de entrada donde dejabas el coche era cerca de su confluencia con el Ahío y el punto de salida estaba unos cinco o seis kilómetros más arriba en Soutelo. Cinco o seis kilómetros por el río que iba por el fondo del valle. Luego la vuelta por la carretera diría que entre curvas, subidas y bajadas, tendría un poco más. Pero como todavía no llevábamos encima ningún dispositivo que contase los pasos, las pulsaciones o los kilómetros recorridos, pues todo se hacía más o menos a ojo.
En el caso de este regato, o "regueiro" por usar un término más local, hablamos de unos tres metros de anchura media, en verano unos treinta centímetros de profundidad media, salvo algún pequeño pozo, y un paraje absolutamente aislado del mundo. No sé ahora, pero de aquella no había ni media rayita de cobertura de móvil. La carretera pasa bastante alejada del río ladera arriba en todo el tramo, excepto en el punto de acceso y el punto de salida, y si te pasaba allí cualquier cosa lo más probable es que te tocase hacer noche porque nadie iba a empezar la búsqueda hasta que no fuese la una de la mañana y tu familia diera aviso de que no habías llegado todavía.
Ahí fue cuando empecé a llevar siempre un silbato conmigo cuando iba de pesca. Creo que fue una de las pocas decisiones cabales que tomé en mis tiempos mozos como pescador. Una decisión que no era nada cabal era la de quedarme a hacer serenos en estos ríos. Pero ya digo siempre que cuando eres joven tienes de casi todo menos dinero y cabeza.
En lo que es la pesca en sí pues seguimos en las mismas de todos estos ríos de la zona en aquella época. Pescabas a mosca seca docenas de truchas en cada salida porque allí a seca no pescaba nadie y porque había muchas. Todas pequeñas, eso sí, pero muchas. No sé cómo estarán ahora, ya que desde que vivo en Madrid no he vuelto por allí de pesca. Sí de paseo, pero no de pesca.
El tema es que de todos ellos, este tramo de cinco o seis kilómetros era mi preferido. La sensación de soledad que se tenía en este tramo en concreto no la he tenido en ningún otro lugar, ya que te podías pasar ocho horas pescando sin notar ni una sola señal de presencia humana por ninguna parte. Todas las señales que te llegaban eran muestras de hábitat natural y animales salvajes.
Y como decía, había días que me quedaba incluso a hacer el sereno, aunque luego tuviese más o menos una hora de coche hasta casa por carreteritas que había que verlas. Y ojo como bajase la niebla para el camino de vuelta en el coche, que entonces tenías que ir a veinte por hora durante buena parte del trayecto.
Ya digo que pesqué allí muchísimas veces y que seguramente se me confundan ya los recuerdos de un día de pesca mezclados con los de otro, pero uno de los días que estuve pescando allí no lo olvidaré nunca.
Había llegado poco después de la hora de la comida y aparcado donde siempre, cerca de la confluencia con el Ahío, para bajar desde allí al río, ir pescando rápido en los sitios que ya sabía que guardaban las mejores truchas y llegar cerca de la salida que había unos kilómetros más arriba para hacer allí el sereno hasta que ya no se viese nada y luego volver al coche andando por la carretera.
Serían más o menos las ocho de la tarde y como el río transita por un bosque muy cerrado, la luz ya no era la mejor, cuando en unos prados a unos doscientos metros del río, separados por una pequeña mancha de bosque cerrado, se escuchó una especie de gañido indeterminado y algo de movimiento que asocié rápidamente con una pareja de corzos, ya que a esa hora en la que comienza el crepúsculo era habitual que salieran del bosque para pasar el atardecer pastando plácidamente, así que en un primer momento no les hice mucho caso. No era nada raro toparse con algún corzo o algún jabalí en alguna de las salidas de pesca.
Seguí concentrado en lo mío hasta que unos treinta metros más adelante, en la siguiente poza y ya algo más cerca de esos prados, empecé a tener la sensación de notar algo más de alboroto del que podría corresponder a un par de corzos y esos gañidos indeterminados que había escuchado empezaron a tomar una forma diferente en mi cerebro:
"Me cago en la puta, ¿Hay ahí una perra con las crías?".
Así que recogí la línea hasta dejar enganchada la mosca en la anilla de punta, y seguí avanzando ya con cierta cautela para ver qué carajo era lo que había allí. Por suerte el viento me daba de cara, así que fuese lo que fuese aquello me iba a poder acercar bastante antes de que me detectasen.
No había dado ni seis pasos cuando a través de la vegetación pude ver dos lomos de color pardo que como mínimo corresponderían a una pareja de perros de buen tamaño, y ahí fue cuando el miedo llegó para quedarse y se me hizo la luz:
"Ostia, puta. Una manada de lobos".
Igual lo de manada era exagerado y era solo una pareja con las crías de esa primavera, pero como el miedo casi siempre te aconseja con cierta sabiduría, no tardé ni un segundo en tomar la decisión:
"Tengo que salir de aquí cagando ostias".
Así que sin soltar la mosca de la anilla de punta plegué la caña de 7'6" en sus dos tramos y decidí que iba a salir directo hacia la carretera monte a través y ladera arriba, ya que estaba como a kilómetro y medio de Soutelo y para llegar a esa salida no me quedaba otra que pasar el tramo del río que discurre junto a esos prados.
Así que en sandalias, en bañador, ya con la luz justa y con más miedo que vergüenza, tiré monte arriba por un sitio por el que no había ni sendas de los jabalíes y con una pendiente del 20% por lo menos. La mitad del camino fue medio a gatas y la otra mitad dando zapatilla para arriba como si no hubiese otra cosa en la vida que salir de allí cagando melodías.
La tercera vez que tuve que parar porque se me enganchaba la caña en la maleza decidí que la dejaba allí mismo y que ya volvería a por ella, así que allí quedaron la caña, el carrete y la línea esperando un futuro rescate y yo conseguí llegar a la carretera seguramente batiendo algún récord del mundo de velocidad.
¿Has visto a los ingleses esos que se tiran cuesta abajo por un terraplén persiguiendo un queso? Pues lo mío fue más o menos lo mismo, pero cuesta arriba y apartando con las manos y la cara todas las ramas, zarzas, ortigas y demás que se cruzaban en mi camino.
Al llegar a la carretera fui corriendo los cuatro o cinco kilómetros que me separaban del coche. Al llegar las sandalias estaban para tirar y las plantas de los pies en carne viva. De aquella ya fumaba, pero de no hacerlo habría sido el mejor momento de mi vida para empezar a fumar cuando por fin cerré la puerta del coche y ya sentado dentro las pulsaciones empezaron a recuperar su ritmo normal.
Creo que pasó como una hora hasta que salí otra vez del coche para cambiarme e irme a casa. Y la estampa era lamentable. La cara, las piernas y los brazos eran todo sangre seca. Como llevaba ropa para cambiarme y donde se aparcaba el coche el río estaba a apenas diez o quince metros bajé a remojar la camiseta y limpiar todos los restos de sangre para volver a la civilización lo más presentable que fuese posible.
A los dos días volví con un amigo para recuperar la caña. Nos llevamos de casa un "rozón", no sé cómo sería el nombre en castellano, es una especie de hoz de mayor tamaño que se usaba para cortar la vegetación de los bordes de las fincas o los caminos, que allí en mi pueblo a eso se le llama "rozar". Nos costó un rato encontrar el punto por el que yo había salido del río, y cuando lo encontramos no daba crédito a haber subido por ahí. Pero con la ayuda del rozón y un par de varas de avellano que son cojonudas también para ir apartando la vegetación más blanda, como las ortigas, conseguimos recuperar la caña y al final la jornada de pesca terminó felizmente, rasguños aparte.
Desde niño escuchaba en casa historias relacionadas con los lobos. Que si a Pedro de Arcilo lo había tirado el caballo una vez que volvía a casa de noche porque había notado que había lobos cerca, que si Juanita, la burra de la familia, enloquecía en la cuadra alguna noche de invierno cuando merodeaban los lobos cerca, que si a Virginia da Requeixada le habían querido entrar en la cuadra... Lo que cualquier niño de pueblo del norte de España escuchaba en su casa en los años 70 o los años 80.
Invariablemente, en todas estas historias con los lobos, los que las contaban en primera persona, siempre afirmaban que antes de saber que estaban allí ya se te ponía la carne de gallina y el pelo de punta y que los percibías incluso antes de verlos o de escucharlos. No sé si en otros casos era cierto, pero sí sé que en mi caso no hubo ninguna de esas señales de percepción previas. En mi vida he estado dos veces muy cerca de una manada de lobos, esta que acabo de contar, y otra. Y en esta que acabo de contar es en la que menos miedo pasé de las dos, porque al fin y al cabo lo más probable es que no sintieran mi presencia gracias a que el viento me favorecía, e incluso en caso de haberla sentido seguramente habrían tenido el mismo o más miedo que yo y se habrían ido pitando en dirección contraria.
La otra vez estaba con un amigo cogiendo setas. Lo normal que se cogía por la zona: níscalos, boletus, macrolepiotas, psylocibes, rebozuelos, rusulas... Como nosotros no sabíamos diferenciarlas bien, luego se las llevábamos a otro amigo que era el que nos decía cuáles teníamos que comer y cuáles no. Esto fue también en la Sierra de la Bobia. No muy lejos del Puerto de La Garganta, cuando se toma la carretera que va atravesando la sierra en dirección a Boal, se pasa al lado de una antigua cantera de pizarra en la que habitualmente dejábamos el coche y desde ahí empezábamos a recorrer la zona cesta y navaja en mano.
Pues un día, al girar rodeando una pequeña vaguada que seguramente era el cauce seco de algún riachuelo de otros tiempos, entre dos pinos, nos encontramos con un potro ya bastante crecido abierto en canal, todavía chorreando sangre y con el cuerpo aún caliente. Ese día sí que los lobos nos habían olido y habían abandonado su presa seguramente segundos antes de que nosotros girásemos rodeando esa pequeña vaguada. El día del río pasé miedo porque estaba solo en medio de la nada más absoluta y fue una reacción inconsciente echarme monte a través, pero este día pasé mucho más miedo porque la reacción fue completamente consciente: les hemos apartado de su presa que habrán matado no hace más de unos minutos y no tenemos ni idea de cuántos lobos son, si son lobos o perros asilvestrados o si es la bestia de Gèvaudan resucitada. Así que tanto el otro como yo llegamos a la misma conclusión, que había que alejarse de allí sin correr y sin hacer ruido. Y cuando escapas corriendo enloquecido como yo escapé del río tu cerebro no tiene tiempo para pensar, estás únicamente concentrado en el siguiente paso. Pero cuando te tienes que alejar despacito, manteniendo la compostura, que no la calma, y sí te da tiempo para ir pensando entre cada paso que das, el miedo es una cosa mucho más jodida que cuando no tienes tiempo para pensar y lo único que haces es correr y correr.